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“Mi abuelo produjo toda su vida sin usar químicos, por qué no hacer lo mismo”

 

Horacio Campo hace de la agroecología un reencuentro con saberes familiares y la observación permanente de la tierra.

 

Por Leonardo Rossi para Conciencia Solidaria ONG

‘…soledad silvestre de su plegaria;

grito de la tierra dignificada.

Cada surco nuevo, cada semilla,

cada luna engendra, tu maravilla…

(Huella de los labriegos-Raly Barrionuevo)

 

“Si sabía que mi abuelo hizo toda su vida agricultura sin usar un agroquímico, sabía que la agroecología era posible.” Horacio Campo (33) hace escuela en la chacra familiar de Colonia Tirolesa, ese pedacito de tierra que vivió las transiciones del modelo agropecuario a lo largo de las últimas décadas. Está convencido que retornar a las raíces, y a la vez aplicar nuevos saberes, en pos de una agricultura que produzca alimentos sanos para la comunidad es una tarea que no puede esquivar. “Acá hay un gran potencial, una zona que podría abastecer a la mitad de la ciudad de Córdoba con productos agroecológicos, con trabajo rural, y tenemos que mostrar entonces que existen esas alternativas”, dice con énfasis.

 

 

Ahora sí, sanar las plantas

Minutos hacia el norte de Córdoba por la ruta A74 se encuentra Colonia Tirolesa. Hoy, una monotonía rural absoluta, que se alterna entre la soja y el maíz (en el mejor de los casos algo de trigo) bajo procesos con alta demanda de insumos químicos, destinados a la exportación en su mayoría, y en menor medida a biocombustibles para el mercado interno o para ser procesados en alimentos industriales de baja calidad nutricional. Durante el siglo XX, esta zona supo producir en cantidad alimentos variados para las áreas circundantes y más allá: papas, batatas, frutales dominaban las chacras. Originalmente, en las primeras etapas de estas colonias inmigratorias la práctica agrícola se basó en técnicas domésticas, el saber para cultivar se aprendía y transmitía de generación en generación. Con la Revolución Verde (masificación de ‘tecnología’ externa para mejorar rindes), los insumos químicos coparon primero la fruti-horticultura, y los técnicos convencieron a los productores de que su uso era lo mejor a la hora de cuidar las plantas. Luego les aseguraron de que esa modalidad era la única opción. Monocultura. Finalmente, el alto precio de los commodities, ausencia de políticas para la pequeña producción, y una maquinaria bien aceitada, --agronegocios, le llaman-- copó hectárea tras hectárea. En todo este corredor, aseguran, llegó a haber 10.000 hectáreas de papa, una actividad destinada al consumo interno, y hoy sólo quedan 600 hectáreas.

Nacido en el pueblo, y tras una breve estadía de seis años en Buenos Aires, Horacio está desde los siete años en este campo. Recibe en bicicleta al cronista y lo invita a seguir la huella que lleva hasta los surcos de cultivo, más bien de poli-cultivos: la diversidad es lo que destaca. Barba en sombra, gorra con visera, pantalón y remeras gastadas, alpargatas. Así anda Horacio en su tarea de observar las plantas, el suelo, el abono, el cielo. De eso, dice se trata esta actividad, la agroecología. “Escucho a otras personas que están en el tema, leo bastante, pero sobre todo esto tiene que ver con la observación, eso es lo fundamental.”

Este agricultor sigue el camino de su padre y su madre, Hugo y Ofelia, y que también le legaron sus abuelas y abuelos: Rosa, Fernandina, Antonio y Francisco. Este último, abuelo materno fallecido en 1969, “nunca en su vida usó un químico para las plantas”. Ese dato familiar funciona como guía, como semilla bien almacenada que estaba ahí, a la espera de brotar. A partir de la reconstrucción que hizo de las prácticas productivas que atravesó la región y su propia familia, asegura que “fue en los setenta que empezaron a meter los agroquímicos, pero ni cerca en la escala que se usan hoy”. Poco a poco las chacras familiares se volvieron ámbitos donde la utilización de esos productos “era algo normal, de todos los días”. “Uno sabía que era algo tóxico, pero no se pensaba mucho más, tampoco te decían ni explicaban más”, apunta Horacio. Y resume con notable claridad el poder del lenguaje, que invierte el sentido de lo que debiera ser: “Acá en el campo se ponía agroquímicos todo el tiempo, y se decía ‘vamos a curar’ las plantas”. No importaba si la planta estaba enferma o no. Los químicos se volvieron una obligación. Y la palabra ‘curar’, claro está, suena mejor que ‘envenenar’. Usar agroquímicos cuando no hacía falta, cada vez en mayores dosis, claro, se aleja bastante de lo saludable.  

Durante su infancia y en la adolescencia, Horacio pasó horas y horas en la actividad agrícola, junto a su padre y también con el abuelo Antonio. “La verdad que no me gustaba mucho esto del campo, me parecía monótono, hacíamos zapallitos todos los veranos, y también se hacían otras verduras en invierno, como lechuga”. Terminada la escuela, estudió técnico constructor, y alternó, como hasta hoy, entre ambas actividades. Pero en los últimos años, un proceso de reencuentro con la agricultura en su sentido original hizo que pusiera cada vez más energías en el suelo de la quinta familiar. “Todo comenzó con el juicio de Ituzaingó Anexo, porque ahí empecé a dimensionar más el tema del daño que hacían los agroquímicos. Una cosa era saber que es tóxico y otra que producen cáncer, malformaciones, y que podés trasladar esa problemática a las futuras generaciones. Ese caso me marcó mucho, y entonces empecé a pensar que acá había que producir de otra manera, y yo sabía por mi familia que se podía, que eso ya se había hecho”, cuenta al revivir ese entusiasmo que lo guió poco a poco por los caminos de la agroecología. Horacio empezó a asistir a charlas, conferencias e intercambios en torno a estas técnicas que no hacían otra cosa que retomar las experiencias de la agricultura campesina, indígena, chacarera que había sido dejada de lado a expensas de la supuesta eficiencia, tecnología de punta, y a fin de cuentas, un gran negocio para las compañías del agro. 

En honor a los saberes locales

Los inicios formales en la agroecología fueron hace cuatro años, meses más días menos. “Primero que nada lo hice para no envenenarme yo ni al ambiente ni a los vecinos”, reflexiona sobre esa decisión de reacomodar la unidad productiva familiar de la que hoy ocupa un cuarto de hectárea, camino a usar las tres que tienen en total. “Iba a los encuentros que organizaba Manuel Lagleyze (difusor de  técnicas agroecológicas), empecé a leer bastante sobre estas prácticas y retomar cosas que ya había hecho, porque siempre supe tener mis ‘huertitas’ en casa.” El paso a paso, incorporar nuevas variedades, mejorar la tierra con abonos naturales, y evitar la erosión del suelo llevan a que hoy esta chacra exhiba habas, coliflores, lechuga, rúcula, achicoria, tomates, pimientos, duraznos, frutillas en perfecto estado sanitario sin utilizar una gota de insumos químicos de síntesis. “La tierra la fui mejorando con abono natural, ahora estoy aplicando el bocashi, que es una técnica japonesa que difundió Jairo Restrepo[1] en América Latina, y es un abono orgánico fermentado”, comparte. En este caso el preparado tiene entre otros ingredientes que se suman a la tierra, aserrín y estiércol de gallina. Horacio voltea cada día con paciencia esa montaña de materia orgánica que servirá para alimentar de forma sana al suelo que produce los alimentos que él mismo consume. La relación entre la salud de la tierra y la salud de las plantas es directa. Mientras camina por entre los frutales, el joven productor insiste en que la agroecología implica un “gran trabajo de observación” y en base a esa disciplina afirma: “Rotar cultivos, tener una chacra diversa, y un buen abono hace que los suelos se recuperen, y eso lo ves en el color, la humedad, los organismos y las lombrices que hay en la tierra”. La consecuencia directa: “la sanidad y vigorosidad de las plantas, que no es otra cosa que la calidad de los alimentos”.

Es mediante este tipo de agricultura ecológica, la que durante siglos alimentó a la humanidad, que se minimizan las problemáticas que la propia agro-industria impulsa y que luego dice venir a solucionar. “Acá históricamente se hacían cultivos rústicos, papas, batatas, maíz, zapallos. Y yo lo que veo de esa agricultura tradicional es que el secreto, los saberes que había alrededor de esos cultivos, es que estaban adaptados a la zona de generación en generación, se conservaban las semillas, y que se apostaba a varias producciones. Y era mucha la superficie dedicada a esas verduras y frutas. Todo eso no necesitaba ningún cuidado especial, en concreto de los químicos, digamos”, relata Horacio, en busca de un poco de justicia para con la larga historia de las familias productoras que ofrecían alimentos en cantidad y en calidad. “Ahora la realidad es que después vino la soja, desplazó todo, se fueron juntando unidades productivas y se pasó de pequeñas parcelas a grandes áreas de monocultivo, y eso trajo plagas y enfermedades que se controlan con más y más fumigaciones”. Un verdadero espiral químico.

 

 

Encontrarse con el consumidor, unión y esperanza  

No conforme con su retorno a la agricultura ecológica, inquieto, Horacio entendió que había que salir a dar el debate al seno de la comunidad. Fue así que motorizó junto a otros productores de la zona, técnicos del INTA y de la (ex) Secretaría de Agricultura Familiar una Feria Agroecológica, que encontró la aceptación del municipio. Desde hace un año, una vez al mes estas frutas y verduras frescas, como así también los dulces de frutillas de excelente calidad que elabora, encuentran su espacio en la plaza de Tirolesa. “Hicimos la feria para mostrar a la comunidad que hay otra forma de producir, y entonces poder encontrarse y conocerse con el consumidor. Ahí se da una relación que es muy positiva, porque viene todo tipo de gente, jóvenes, adultos, familiares de grandes productores, personas que antes consumían este tipo de alimentos. Y es necesario que existan estos espacios en estos pueblos fumigados porque es el lugar para difundir que todavía existe otra forma de producir, que es posible”. 

Además de  a quienes compran en la Feria de Tirolesa y en la de Colonia Caroya, donde también asiste este productor, en la actualidad esta chacra abastece de forma directa a una docena de familias. Conocidos, interesados en una alimentación más sana, y gente que llegó por recomendación se acerca o recibe en su casa los frutos de las cosechas que realiza este joven.  “Es la base con la que trabajo ahora, y la idea es ir organizando bolsones por semana, y ampliar porque la verdad es que este tipo de relación con el consumidor que se fomenta desde la agroecología te permite obtener precios justos. La gran ventaja que tenemos es que evitamos los intermediarios, eso encarece las producciones. Pero de una misma superficie, si vendés en el mercado ganas diez veces menos; en la verdulería te gana todo el intermediario. Acá queda para el productor lo que ha trabajado.”

Antes de cerrar la conversación, Horacio se centra en el actual modelo de producción y distribución de alimentos, y su absoluta irracionalidad. Como denunció la arquitecta del INTA-Córdoba Beatriz Giobellina la ciudad capital de la provincia debe abastecerse en más de la mitad de sus verduras de hojas de otras regiones del país, siendo que cuenta con un cinturón peri-urbano que  podría hacerlo[2]. Lo mismo puede pensarse en torno a hortalizas que llegan de Mendoza, frutas del norte del país, lácteos de distancias cada vez más alejadas y que en sus procesamientos hacen escalas absurdas. Los circuitos alimentarios de proximidad no sólo son beneficio para ganar terreno a la producción agro-industrial en términos ambientales, permiten acceder a alimentos más frescos, generan arraigo rural, minimizan notablemente el impacto energético del modelo agroalimentario, y con políticas activas resultan beneficiosos en precio tanto para consumidores como productores.

De fondo, no hay otra cuestión que una disputa por el territorio, por la soberanía alimentaria, por la construcción del espacio o bien al compás del mercado o en favor de las necesidades humanas básicas como es el derecho a la alimentación. “Acá, en Tirolesa, estamos prácticamente en el kilómetro cero de la ciudad de Córdoba, la zona tiene un potencial enorme que está siendo desperdiciado. Estamos llenos de soja y la ciudad está desabastecida, mientras que acá podríamos tener unas 4.000 hectáreas destinadas a producir alimentos sanos que puede alimentar media ciudad de forma agroecológica”, dice Horacio, con voz calma, en un intento por demostrar que su razonamiento es puro sentido común.

Un reciente trabajo del Observatorio de Agricultura Urbana, Periurbana y Agroecología del INTA,  dirigido por Giobellina, hace diagnóstico y plantea propuestas concretas para Córdoba en este sentido[3]. Como síntesis de este proyecto, se enfatiza: “La interrelación equilibrada y respetuosa, simbólica, cultural, económica y físico-ambiental entre el campo y la ciudad, puede mejorar notablemente los estándares de calidad de vida de un territorio. Las funciones ecológicas y económicas que estos espacios prestan al medio urbano, su diversidad paisajística, su contribución a la educación pública, a la alimentación, a la cultura local, a la recreación, constituyen intangibles de altísimo valor que muchas veces no son contabilizados en los presupuestos públicos”. Horacio Campo, siembra cada día una semilla en ese camino, y marca los surcos que al norte de la ciudad capital invitan a esperanzarse y convencerse de que otra agricultura es posible, necesaria y urgente.

 

 

[1] Jairo Restrepo Rivera es un agrónomo colombiano-brasileño referente en la enseñanza de la agroecología, y en lo que se denomina ‘agricultura regenerativa’. Su web es http://lamierdadevaca.com/web/

[2] Entrevista en ‘Córdoba respira lucha. El modelo agrario, resistencias y nuevos mundos posibles.’ (Eduvim, 2016).

[3] El cinturón verde de Córdoba : hacia un plan integral para la preservación, recuperación y defensa del área periurbana de producción de alimentos / Giobellina ... [et al.] INTA, 2017.

 

 


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