‘Viva el Monte’, el alimento nativo como esencia de otro horizonte de vida
Ubicado en Traslasierra, este proyecto familiar lleva casi dos décadas de difusión de una alimentación basada en la protección del bosque autóctono.
‘Si hoy se le rinde culto a la cerveza (o su consumo) en la foránea Oktoberfest, nuestros antepasados lo hacían con un árbol, el algarrobo, que no sólo es fuente de bebidas espirituosas y refrescantes (Aloja y Añapa), sino también de alimentos, medicina, infusiones, tinturas, resinas, madera, y el mejor aire acondicionado que haya existido: su sombra’ (La algarrobeada, Hermoso vivir llevabas, Rosalía Pablo, 2010)
Por Leonardo Rossi para Conciencia Solidaria ONG
“El árbol nativo nadie lo siembra, no se lo fertiliza ni riega. Y ahí está, desde siempre, ofreciéndonos alimento. Por eso hay que cuidarlo, para que acompañe a las próximas generaciones.” Matías Fioretti (39) y Cintia Jancik (38) invitan a transitar el sendero de ‘Viva el Monte’ al cronista, y ahí mismo se abre todo un portal de sabores y saberes, para nutrir los caminos de la agroecología. En esa geografía transerrana, cuyano-cordobesa –a decir del cantor José Luis Aguirre—, hace pie la chacra de esta familia. El terreno se encuentra adentrado en el paraje Travesía, situado a medio andar de la ruta que une al poblado de Yacanto con Merlo (San Luis). Un área con abundante bosque nativo, puesta en un contexto provincial donde sólo queda en pie un 3,5 por ciento de la cobertura boscosa original.
Una hectárea y media bien cargada de frutales, huerta, plantas aromáticas y especies nativas es el escenario del encuentro. Los desniveles del predio, por estar a pie del cerro, han dispuesto buena parte de la organización de la quinta. La conexión con la geografía se palpa. Con una caminata inicial, mate en mano, Matías ofrece una presentación de cada una de las fuentes de alimento familiar. Mientras, Cintia termina de pelar nueces, que acomodará luego en uno de los tantos canastos que, colmados, ornamentan la jornada con diversidad de frutos y aromas de la tierra. Es aquí, en este suelo, adonde se preparan buena parte de esos nobles productos como las harinas y torrados de algarroba elaborados por esta familia. A fuerza de la recomendación popular, ‘Viva el Monte’ ha ganado difusión en quienes buscan alimentos sanos en tiempos en los que la gran industria de la comida tiene poco que ofrecer más allá de lo exhibido en millonarias campañas publicitarias.
El monte es soberanía
Cintia se crió en Las Chacras, paraje de Traslasierra. Matías andaba en otras geografías entonces. Pasó su primera etapa de vida en Olivos, provincia de Buenos Aires. En 1999, ya decididos a construir los día a día juntos, comenzaron con la búsqueda de un terreno en la zona. Recuerdan que por entonces, en Travesía no circulaban autos, el moverse a distancias medias era montarse a un caballo, y ese aire bucólico era central en el horizonte que buscaban. En esos años, la pareja centraba su actividad en la producción de artesanías que comerciaban en la hoy emblemática Feria de Villa de Las Rosas. En paralelo, Matías terminaba en Villa Dolores su carrera docente, oficio que mantiene hasta la actualidad. Para 2001 tomaron la decisión y se instalaron en el lote con carpas y, sobre todo, con mucha convicción. “Julián era chiquito, tenía unos tres años, y venía Camilo”, recuerda Matías. Hoy esos pequeños tienen 21 y 15, respectivamente, y completan la familia Jardín (12) y Quimil (9).
“Esto que construimos con Viva el Monte fue un largo camino hecho muy a pulmón”, dice Cintia, como para introducir en la historia de esta profunda reivindicación de la alimentación nativa y ancestral que llevan adelante desde hace casi dos décadas. En su caso, recuerda que en su familia “gran parte del alimento se generaba en la casa, y siempre la idea fue seguir con esa forma de vivir, produciendo para los hijos”. Esta práctica tuvo al principio “más de costumbre que conciencia de la alimentación sana, agroecológica u orgánica”. “Era lo que había aprendido”, remarca. Asimismo en su entorno, recolectar frutos del monte era parte de los juegos de la infancia. Algunas familias, por ejemplo, aprovechaban el chañar para uso medicinal o el piquillín para comer durante alguna tarde de sol. Pero años después, el vínculo con el bosque llegaría en otra clave. “En ese primer año que nos instalamos, hubo heladas tardías que arruinaron los frutales de la zona, teníamos poca plata y entonces fuimos a recolectar al monte”, rememora. Matías asienta y agrega: “Uno llegó a ese alimento por necesidad. Teníamos un bebé, estábamos sin trabajo, lejos de la familia, y ese fue el recurso que estaba. Inicialmente fue una búsqueda para la alimentación familiar, de a poco le fuimos sumando laburo, herramientas, pasamos de moler con mortero a tener un pequeño molino, y así…”
Los primeros excedentes de harina de algarroba tenían como canal de venta a la feria. Cintia recuerda el reflejo del potente proceso de colonización alimentaria, más feroz que nunca en tiempos neoliberales. Ni una zona serrana, rural, con fuerte presencia campesina escapó a esta lógica. “Cuando empezamos a llevar la harina de algarroba, catorce años atrás, había que remar mucho. Teníamos que explicar qué era la algarroba, contar que se podía comer, y después de mucho charlar capaz que alguien te compraba un kilo”. Su compañero entiende que “consumir lo que nos rodea fue visto como una actividad de pobre, de juntar comida para animales, siempre desde una mirada despectiva”. “Recolectar algo que vos no sembraste fue señalado como de persona vaga, como algo vergonzoso de hacer, y esa práctica entonces se perdió. Pero la realidad es que esa forma de alimentarse sostuvo este lugar por generaciones”. Mientras buscaban convencer a otros vecinos de los beneficios que ofrece el monte, esta familia incorporaba a su dieta cada vez más frutos de la tierra local: “Hacíamos dulces, arrope de algarroba, de tuna, de piquillín, de chañar”.
Con el correr de los años, asentados, fueron combinando la cosecha del monte con diversidad de frutas y semillas que plantaron y sembraron en el terreno, y en chacras prestadas, para hacer de la dieta familiar un acto soberano. Entre otros alimentos, cuentan con duraznos, uvas, ciruelas, nueces, damascos, diversos cítricos, maíz, amaranto, quínoa, zapallo, chía. “Hacemos harinas, comemos frutos frescos y también hacemos conservas. Con lo que recolectamos del monte, más lo que sembramos, tenemos comida para todo el año”, dice Matías con ánimo de contagiar la iniciativa. Y va con una reflexión más honda: “El hombre está ciego, desconoce, desvaloriza lo que tiene alrededor, lo que da el monte. Nosotros empezamos a preguntar a las familias antiguas sobre cómo era el uso, la cosecha de la algarroba. Y los viejitos te cuentan, pero hay generaciones que ya no lo saben. Eso es parte de un plan estratégico para generar dependencia. Y cambian las costumbres, cambian las enfermedades, mientras también aparecen los almacenes, las farmacias… Todo eso te enceguece, te limita. Nosotros nos plantamos desde ese lugar, de entender la relación con el monte, con el alimento, como forma de ejercer soberanía”. Estos pensares se encadenan con la historia larga del algarrobo en la cultura local. Esa especie no sólo ha sido base de alimento humano y animal sino que también ha servido para hacer tintes naturales, como así también sus diversos componentes fueron y aún son utilizados en preparados medicinales, para asistir infecciones oculares o asmas hasta diarreas y lesiones óseas[1].
La historia como sello de calidad
La propuesta de ‘Viva el Monte’ tuvo su origen en un emprendimiento familiar previo llamado Zapam Zucum (protectora de los algarrobos). El recorrido los llevó a conformar un espacio cooperativo con otros productores durante algunos años, para nuevamente volver a enfocarse en la tarea con la familia como núcleo. “Seguimos siempre vinculados a otras experiencias, articulando con otras familias productoras. Actualmente estamos en una iniciativa con once familias campesinas del paraje Guanaco Boleado, donde se promueve la recolección de frutos y yuyos medicinales del monte”, explica el hombre. La propuesta “busca romper con la cadena de explotación de los acopiadores que se llevan el esfuerzo de las familias sin pagar nada”. “Creemos en este trabajo colectivo, en el comercio justo, y por eso ponemos mucho esfuerzo en estas iniciativas, aunque a veces implican mucho tiempo, viajes largos para cosechar, sin saber cómo será el resultado más próximo, y por eso hay que tener mucha convicción.”
El trabajo de cosecha de la algarroba es intenso. Dura poco más de un mes. Tiempo que hay que aprovechar para poder almacenar reserva para todo el año. De cada árbol pueden extraerse en promedio entre diez y quince kilos de vaina, aunque en un buen año cada ejemplar puede aportar hasta cincuenta kilos[2]. Después vendrá la molienda, y la elaboración de los diversos productos a base de esta especie tan arraigada en la identidad originaria de este territorio. Las propiedades de este alimento, utilizado desde tiempos ancestrales, deben hoy contar con avales que la mega-industria de alimentos industriales no requiere, ya que la fuerza del marketing y el control de las góndolas pareciera que todo lo puede. Pero si a la larga historia alimentaria de los pueblos de esta región del mundo le hiciera falta un sello de la ciencia moderna para acreditar los beneficios de la algarroba, un estudio de la Universidad Nacional de La Plata destacó: “La harina de vaina de prosopis alba (algarrobo blanco) presenta propiedades químicas y nutricionales interesantes: alto contenido de azúcares solubles, fibra dietaria, polifenoles y actividad antioxidante, como también de minerales, especialmente calcio, hierro y cinc (…)Todas estas propiedades la convierten en un ingrediente adecuado para la elaboración de bocaditos dulces aptos para celíacos”. Como dato histórico, el trabajo académico, destaca la importancia de este árbol en las culturas originarias de esta región de América, y recuerda que, por ejemplo, para los Guaraníes el algarrobo era llamado ´igopé-para’, que significa “árbol puesto en el camino para comer”[3].
El territorio y el alimento, un horizonte
Tras esos primeros años de extensas conversaciones para dar cuenta de los beneficios a la salud que el consumo de esta especie aportaba, ‘Viva el Monte’ pasó a “no poder satisfacer toda la demanda”. En estos días tienen pedidos de comercios que promueven alimentos agroecológicos, dietéticas y compradores particulares tanto en la zona más próxima como en otras áreas de Córdoba y en provincias vecinas. Cintia destaca que “en los últimos años hay una moda en las ciudades de comer más sano, y eso aumentó mucho la demanda”. Desde su experiencia sostiene que “está buenísimo que se difunda el alimento aunque sea a través de una moda, porque siempre algo de todo eso queda, y se va haciendo una conciencia en algunas personas”. Asimismo, para estas familias ese impulso a los alimentos locales, con arraigo rural, “sirve para fortalecer este tipo de proyectos”. En esa línea, explican qué significa un emprendimiento como el que llevan adelante: “Buscamos que la forma de recolección sea sustentable en el tiempo para que el recurso siga estando para nuestros hijos, para nuestros nietos”. “Nosotros, aunque hay mucha demanda, vamos lento, buscamos hacer bien las cosas. Mientras tanto, la destrucción va muy rápido. Acá vemos el desmonte para las plantaciones de soja y maíz a gran escala, otros para la gran ganadería y sobre todo para proyectos inmobiliarios. En una hectárea de monte nosotros entendemos que hay un montón de riqueza, y ese productor ve ahí un estorbo, entonces va y rompe el equilibrio de las plantas y animales, y de la comunidad que vive allí”, plantea Matías, contrariado entre la satisfacción de la tarea que realizan y ser testigo de una avanzada que apabulla.
En las ferias que participan, en la escuela al dar una clase o en una ronda de mates, los miembros de esta familia intentan convidar todos esos saberes que cargan de años en estrecha compañía del bosque autóctono. No se quedaron con el conocimiento como tesoro ni buscan mercadearlo al mejor postor. Por el contrario entienden un deber imperioso hacer eco de estos aprendizajes. En ‘Viva el Monte’ hacen del vínculo con el alimento una práctica filosófica y a la vez su sustento, en el sentido material-energético más puro, como también en el entramado de su economía familiar. Matías y Cintia retornaron, sin una visión romántica, a las raíces de la economía agraria: producir alimentos, sanos y nutritivos, que ellos mismos consumen y del que venden excedentes. Agroecología en estado puro: energía del suelo respetado en su equilibrio ancestral transmuta en finas harinas que irán a la mesa de la comunidad, para hacer del plato, territorio de disputa política en esencia, un suelo sembrado de dignidad.
Mientras observa a su compañera, y a sus hijos, Matías comienza a meditar las últimas frases, esas que tal vez, más que buscar un cierre, intentan abrir nuevos mundos a construir. “A nosotros nos llevó un proceso aprender todo esto, tuvimos que romper estructuras, pero hoy veo a mis hijos trepar a los árboles, cosechar, conocer lo que comen, transmitir a otros ese conocimiento, y ya sienten eso como propio; tienen una conciencia que los lleva a sufrir cuando ven un desmonte y se modifica el paisaje. Y de ahí nace una defensa del lugar, del territorio, y entendemos que esto irá, de a poco, creciendo en otros, porque es el camino que tenemos que transitar. Relacionarnos con nuestro alrededor de esta forma, en torno al alimento, es ya una necesidad.”
[1] El Chaco Árido, Karlin M. y otros, Encuentro Grupo Editor (2013).
[2] Ibíd.
[3] Sciammaro L. y otros, ‘Agregado de valor al fruto de Prosopis alba. Estudio de la composición química y nutricional para su aplicación en bocaditos dulces saludable’, Revista de la Facultad de Agronomía, La Plata (2015) Vol. 114.
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